Menos mal que ya era la hora del recreo. Todos intentaban salir de la clase en cierto orden, pero una vez fuera en el corredor acristalado, las correndías, empujones y tropezones se convertían en una batalla campal a la voz de “el último, su padre con la Ica”.
Una vez en el patio arrecíos por el frío que aún perduraba de la mañana jugaban para aprovechar bien el tiempo que pasaba volando. No faltaba alguna que otra riña entre los compañeros: Te voy a arrear una patá que te voy a emburrir a un tejao. Mientras otro contestaba: Y yo se lo voy a decir a mi primo y te va dar una patá tan grande que te va a subir a la torre. Después se enzarzaban en coscorrones y patadas en la espinilla, con sus correspondientes cardenales, que no llegaba a mayores.
Al mediodía, cuando llegó a su casa, como de costumbre su madre estaba limpiando con la rodilla el hule de la mesa. Era la señal de que ya faltaba poco para la comida. Sabía que había almortas para comer, pues antes de salir por la mañana de su casa para ir la escuela había escuchado como su madre preguntaba a las vecinas si habían oído “tocar a muerto”.
Se le estaba haciendo la boca agua en imaginar cómo se iba a embocar los chicharrones fritos pringaos en el tocino junto con los pimientos verdes que unas semanas antes había ayudado a su padre a echar en vinagre: ¡Huuunmmm cómo iban a caer por el gorguero!
Una vez terminada la comida, en el portal se escuchó una vocecilla: ¿Está la Mari Carmen? ¿Se puede salir?
Eran las amigas de su hermana pequeña que nada más comer ya estaban listas para jugar.
-Mama, ¿podemos jugar en la portá?
-Ya te tengo dicho que no, que luego os subís al tinajón y si lo rompéis ¡a ver dónde lavo! Mejor jugar en la acera y así os veo yo.
A él le gustaba ver como jugaban a las casitas. Los cuellos de botellas de cristal rotas se transformaban en jarrones, las latas usadas servían de cacharritos. ¡Cómo se entretenían en disponer y adornar cada rincón de aquellas casas imaginarias!
Se preparaba a salir cuando la voz de su padre lo frenó en seco: ¡Eh!, ¿tú dónde vas? Vamos que me tienes que ayudar a descargar el remolque.
Uno a uno fue colocando todos los tarugos de leña que su padre le iba alcanzando, formando un chimonete junto a la pared.
Una vez terminada la faena se echó a rodar el coscurro de pan con la onza de chocolate que su madre le había preparado para merendar y corriendo como alma que lleva el diablo fue a la plazuela en busca de la cuadrilla.
Antes de llegar uno de sus amigos ya le estaba voceando “si juegas te la quedas” y sin dudarlo un segundo empezó a corretear tras ellos, que intentaban esquivarlo gritando: ¡Eh toro, eh torito, a que no me pillas!, mientras con una mano simulaban un paso de capote.
Así transcurría el día a día, de una niñez que se escapaba entre las manos sin darse uno cuenta.
El olor a las estufas recién encendidas impregnaba las calles alumbradas por cuatro bombillas, mientras el humo se difuminaba entre los tejados como un paisaje de ensueño, donde la imaginación juega con la memoria en una fantasía que alguna vez fue realidad.
Por: Pilar Arenas Nieto