Son esos lugares extraños, misteriosos, donde se concentran fuerzas de la naturaleza desencadenadas. Los diluvios que en el pasado corrían impetuosos por las hondonadas, dejaron al descubierto las rocas firmes, llevándose por delante, una y mil veces, masas de materiales de fácil disolución y arrastre.
En Villarrubia abundan estos formidables accidentes, los barrancos, que, junto a los riscos y cerros configuran un paisaje reseco, del color pálido de la luna en sus fases más descoloridas.
El barranco de Villoria
El barranco de los barrancos, ancho, largo, profundo, sinuoso recolector de los caudales de otros menores, es dueño y señor de la mayor parte de las cárcavas de este término. El encuentro de este formidable barranco con el río Tajo es de gran vistosidad. Es como si río y barranco se buscaran, se hubiesen puesto de acuerdo para encontrarse en un punto preciso. Porque el río ha abandonado lo que se supone debía ser su curso normal, corriendo por la llanura que se extiende desde Villandín a la Almanta, y toma otra dirección que parece equivocada, para a continuación adentrarse en terrenos de San Bartolo, bordear riscos hasta cerca del Castellar. Mientras que el barranco pierde poder y se desmorona. El verde oscuro de los árboles aparece de improviso. Es el anuncio de que por ahí, a dos pasos, está el río Tajo, que no se deja ver todavía, o lo impiden los últimos peñascos del barranco, hasta que se está encima, en el extremo -¡cuidado!- de un resbaladizo terraplén. Hay que estirar el cuello para contemplar el silencioso paso del agua. El contraste del color de los últimos salientes dentados del barranco con el del río y su ribera supone un cambio acelerado del paisaje.
Chorro de Villoria
Lo más sensacional es la desembocadura del barranco en el río, vista desde abajo. Lo único que cabe decir es que esa conjunción es el origen de una belleza tan formidable como no la hubiese soñado el más audaz de los artistas. Al coincidir con tanta precisión la dulce sumisión del chorro con lo que tiene de terrible el paso lento, inexorable del río, se cumple un destino. Sólo los caprichos de la naturaleza son capaces de crear un espectáculo tan bello, de tanta serenidad y... tan peligroso. Las vetas blanquecinas del espejuelo, a ambos lados, acompañan a los manchones color de rosa pálido, al verdinegro de las matas que, en lo alto, soportan una sequía abrasadora.
La apertura que dejan las paredes del barranco al echarse en brazos del río descubre una panorámica que permite a la mirada disfrutar, alargarse, perderse, refrescarse vega adelante, hasta más allá de las Artiñuelas, rozando las rayas de Villamanrique de Tajo y de Villarejo de Salvanés.
Cárcava de los Morenos
Esta cárcava, en el barranco de Villoría, merece una atención especial por reunir una serie de cualidades suficientes para causar asombro y retener miradas a distancia. Según el estado del tiempo y las luces del día, puede producir la ilusión de suaves cambios de color.
Cárcava del Charco de las Cabras
Situada en un rincón de barranco de Villoria, se ofrece a cielo abierto, sin ninguna clase de restricción. Al atardecer se cubre de una luz dorada que hace posible la contemplación del magnífico conjunto en todos sus detalles. Por su pared rocosa se desliza una chorrera para ir a depositarse en una balsa rodeada de plantas de diversos grados de verdor. Es una pequeña cascada, que en la época de los grandes calores y escasas lluvias conserva la mínima señal húmeda.
Barranco de la Peñuela
Por su explanada circulan mansos regueros entre matas de lastón y alberdín, cuando las tormentas no se presentan y descargan en él aguaceros que lo anegan y desbordan. El arbolado de su alameda ha sido abrasado por el veneno industrial que viene de lejos, traído por el aire. Es la llamada «lluvia acida», que ha dejado a los árboles reducidos a puros esqueletos -troncos y ramas ennegrecidos-, que se pierden de vista en una perspectiva angustiosa.
Cárcava de Juan Genaro
El barranco de la Peñuela, de apariencia pacífica, con sus pequeños cultivos hortelanos, tiene esta cárcava, que mete el alma en un puño. Rodeada de huércenes (1), con sus pedruscos esquinados y oscuros, se hunde en fantasmales profundidades.
(1) Huercen: Palabra de las más extrañas del vocabulario villarrubiero. Parece ser de origen árabe. Boquete abierto en lo alto de los riscos que bordean el Tajo y que en ocasiones puede alcanzar gran profundidad.
Cueva de Marcelino «Patata»
En este mismo barranco, en medio de la revuelta madeja barranquil, inesperadamente, aparece la cuevecita, a una altura en la que no fuese posible correr peligro cuando la furia de los aguaceros de antaño se desataba y empezaban a circular incontenibles por los mil recovecos del fondo. En relación con ese modesto hortelano, sólo se han salvado del olvido indicios de que fue persona muy reservada y que vivía de lo poco que le daba la venta de sus verduras.
Peligros
A las cárcavas y barrancos, hay que acercarse con mucha cautela, guiados por expertos conocedores de los complicados vericuetos que los rodean. Para aventurarse en tan desmesurado mundo es indispensable contar con su ayuda.
Para decidirse a entrar en los barrancos, convendría disponer de dos pares de ojos: un par, con la mirada puesta en la tierra, adelantándose a ver lo que se pisa y donde se pisa, y el otro par dirigido a lo alto, fijo en el cielo, no fuese a aparecer un nublado de nada que, poco a poco, aumentara de tamaño y cambiara de color. Entonces habría que ponerse en guardia y atender el aviso, salir de allí rápidamente y buscar un sitio lo más elevado posible.
Con referencia a esto, es interesante comentar y poner atención preferente al aspecto humano, a los labradores afectados en el pasado por esos accidentes geológicos, aliados pasivos de las peligrosas lluvias torrenciales cuando se presentan. Sin embargo, por suerte, son contados los percances mortales sufridos. El que se recuerda, ocurrió en el año 1950. Cándido Roldan «Chaparro», al que acompañaba su hijo Anastasio, adivinando lo que se les venía encima, aparejó deprisa y corriendo, y tomó el camino de su casa, a la que nunca llegaría. De pronto fue asaltado por una mole líquida que lo envolvió y se lo engulló, derribándolo de su caballería, para después ser violentamente arrastrados junto con la de su hijo, hacia el río. Hasta que, pasado algún tiempo, no aparecieron los cuerpos de los dos animales, sujetados por las raíces y las ramas caídas que enmarañan las márgenes del Tajo. Así acabó la tremenda historia. Pudo acabar peor. Anastasio consiguió salvarse y dar a su familia la espantosa noticia de lo ocurrido.
Sus nombres
Hay cárcavas que tomaron el nombre de las personas que, de una manera o de otra, tuvieron con ellas algún tipo de trato. La de los Morenos y la de Juan Genaro, ya descritas. Pero hay más. Incluso las hay que tienen dos nombres, como
la del Paraíso, que es la misma que la de
«Espantalobos». Es éste un extraño conflicto de significados nominales. El placer y el miedo reunidos para dar nombre a una misma cosa. «Espantalobos», cuyo nombre verdadero era el de Antonio Cuesta, tenía un olivar, muy bien labrado, en las laderas del barranco de Villoria, cerca de una cárcava sin nombre conocido, en cuyas inmediaciones hay plantado un árbol del paraíso; un árbol que, en primavera, es una delicia, cuando abren sus miles de flores y desparraman su aroma. Hay que hacer un elogio de la persona que lo plantara, más aún si fue él.
En la cárcava del Paraíso, semioculta por un bosquecilio de hojas verdes muy lustrosas, ese árbol dispone de un pequeño manantial que, aun siendo tan sufrido, que lo soporta todo, le garantiza salir ileso del sofoco veraniego. Se repite la dramática escena de la de Juan Genaro: troncos negruzcos, del color de tizones apagados, desarraigados de los olmos caídos, todos en la misma dirección, que parece se hubiesen puesto de acuerdo para morir en esa postura uniforme, como si intentaran poner barreras a la curiosidad humana en aquel solitario lugar de la Tierra. No se pierde la esperanza de que tanto esplendor de olmos retoñe, como viene ocurriendo en el barranco de la Peñuela, el más afectado por ese parásito conocido por la ciencia con el nada gracioso nombre de "graciosis".
La cárcava Piquera, es otra de las que han pasado dos veces por la pila bautismal, al ser conocida asimismo como cárcava de las Alcuzas.
Nuevas visitas a los barrancos dan como resultado nuevos hallazgos. Son varias las cárcavas que han sido estudiadas emocionalmente, que no científicamente, a alguna de las cuales ni siquiera les ha sido dado nombre. Permanecen ahí desde hace miles, millones de años, solitarias, ignoradas.
Geología, flora y fauna
Los barrancos con menos poderío que el de Villoria se relacionan entre sí, formando una apretada familia de sólidos nudos rocosos, aunque con diferentes estructuras y climas. En el de la Fuente Nueva se reúnen el del pozuelo, el de Valluncar, el de la Peñuela, para acabar dando forma y sentido al de Valdeajuelos que, inevitablemente, va a desembocar en el río, aunque no tan directamente ni con tanta presencia como el de Villoria. En uno de esos barrancos destaca, por su forma y su volumen, un enorme morro, el llamado Cabeza de Fraile, tal vez la parte visible de una cárcava todavía sin catalogar.
La belleza de nuestros barrancos y cárcavas se mantiene semioculta, por lo que es preciso hacer una interpretación favorable de su hosquedad para descubrir lo que tienen de sobrecogedor, de enigmático. Su apariencia no invita a la alegría, y su aspereza puede desilusionar al curioso que se asoma a ellos por primera vez.
Entre los animales que habitan estos inhóspitos parajes está el astuto zorro, liebres y conejos, la perdiz roja, algunos reptiles, el quebrantahuesos y el águila imperial de poderoso vuelo. Queda muy atrás en el tiempo la abundancia de jabalíes, lobos, y hasta ciervos, que subían de la vega. A la vista de tantas formas fantásticas como ha venido esculpiendo en la piedra la erosión del aire y del agua, los hielos y los calores, a lo largo de una millonada de años, no podían faltar ejemplares de una fauna exótica como una leona, cuyo perfil adormecido remata uno de los cerros del barranco de Villoria. Y para gustar los sencillos frutos de la zarzamora o del majuelo, que maduran entre atochas de esparto y cantos de todos los tamaños, hay que arrancarlos de las ramas cubiertas de espinas afiladas como leznas.
Riscos del Soto y Riscos del Molar
Aunque
Los Riscos del Molar ya tienen artículo propio en este blog, es de interés volver a nombrarlos, ya que todos los fenómenos geológicos considerados hasta el momento: barrancos, cárcavas, huércenes, pueden crecer en número si se tienen en cuenta los riscos del Soto y los del Molar, ya en plena ribera. Entre el
risco del Nido del Grajo y
la ladera Blanca, siempre arrastrando millones de años, se produjo un alzamiento rocoso: el alineamiento de los riscos del Molar.
Muchos accidentes geológicos existentes en el término de Villarrubia dejan el ánimo en suspenso por sus formas, colores, dimensiones, pero estos riscos del Soto y del Molar, que pueden parecer los más insignificantes, son, en realidad, unos de los más misteriosos, de los más inquietantes. Esas formas grisáceas, ariscas, hacen pensar en los acantilados contra los que batiera el oleaje de una laguna salada allí localizada a lo largo de la evolución de la Tierra; una laguna, quizá restos de un mar, cuyas señales más evidentes son las salinas, famosas ya desde la antigüedad, y, posiblemente, hasta minerales como los sedimentos de la thenardita y la glauberita, cuya explotación industrial tanto ha representado para la economía de Villarrubia.
Fuente:
Libros de Fiestas Patronales 2001-2002-2003
Manuel Fernández Nieto