El Cerro Cabezagorda


Villarrubia no puede presumir de montañas. Pero tiene unos cerros tan bien formados, que algunos parece hayan sido esculpidos por un hábil artista.


En el campo de Villarrubia hay un paraje conocido con el nombre de los Cerrillos. Son una serie de cinco o seis cerritos que se adivinan gredosos, esparteros, que accidentan el paisaje sin dislocarlo. Hay armonía entre ellos, un capricho de la naturaleza. Pero, además algo querrán decir palabras como Platas, Murciélagos, Canónigos, Planeta, Cabezagorda, Lana.

El cerro de la Lana ha sido siempre el más servicial. Cayó en el olvido como tendedero público al sol de las vedijas de lana cardada y lavada que harían más cómodos y saludables los colchones. Sirvió para todo. No importa que hoy, sus pequeñas eras, superpuestas escalonadamente, acabaran ignorando su relación con el pan, y que los humildes cantones de piedra viva se hundieran en la tierra en que fueron abandonados con sus mutilaciones y su inmovilidad. Todavía dan racimos de uva las cepas plantadas en sus laderas más bajas.


El Cabezagorda es lo opuesto a lo que representa el de la Lana. Son cerros próximos territorialmente, pero distantes en fisonomía y en utilidad. El Cabezagorda, todo fantasía, eleva su silueta sobre una amplia base que se remata en tramos de una tierra entre rojiza y cenicienta, el último de los cuales es una extraña corona de pedruscos que, aunque lo sea, no parece natural. Pero ¿quién puedo llevarlos hasta allí, quién pudo subirlos? Unas olivas, que ni crecen ni menguan, siguen la tendencia circular del conjunto, sin más vegetación que valga, a no ser cuatro matojos ralos, cuando tan cerca crecen el tomillo y el espliego.

Al misterio que acompaña a todos los cerros, en éste se añade otro, indefinible, creador de una atmósfera en la que la imaginación encuentra grandes facilidades para expansionarse. Inquietan, esos peñascos de la cima, donde pudieron tener lugar en tiempos remotos prácticas rituales, con o sin sacrificios cruentos.

Un enfoque más inmediato y realista, descubre a un Cabezagorda relacionado con hechos que tanto pueden pertenecer a la leyenda como a la historia. Se ha hablado de la posible presencia en él de un destacamento de tropas extranjeras durante la guerra de la Independencia, antes o después de la batalla de Ocaña de 1809, que se perdió. Los franceses estaban sedientos. Entonces eran invitados a bajar a las cuevas caseras, tan abundantes, donde se les daba a beber todo el vino que querían, hasta que no se tenían de pie, momento que era aprovechado para meterlos de cabeza en las tinajas. Los historiadores ignoraron esta forma de ganar batallas ideada por gentes del siglo pasado a la luz de un candil. La verdad o la falsedad de esta noticia, hay que atribuírsela a las personas que la propagaron: una, de mucha edad, cuyo nombre no se recuerda por los años transcurridos, y otra, de más edad todavía, de quien la primera dijo habérsela oído.

En épocas más recientes, los mozos de una quinta que estaban amenazados de tener que embarcar para ir a la guerra de Cuba, montaron su cuartel general de comilonas y jolgorio en lo alto del cerro insignia. De cuando en cuando, bajaban para recorrer las calles, hacerse dueños de ellas y cantar cantares provocativos de despedida. Subieron pellejos de vino, plantaron una encina que, en vez de dar bellotas amargas, daba jamones, chorizos, gallos, conejos, patas de cordero, que colgaban atadas a las ramas. Así varios días, subiendo y bajando, aproximándose y alejándose de un futuro de males presagios. Al final prendieron fuego a las gavillas de sarmientos sobrantes. Ardió la encina. Una especie de locura se apoderó de la cima del Cabezagorda, cuyas últimas consecuencias se ignoran. Se ignoran porque es un episodio inventado, producto de una de esas noches en las que el sueño está a punto de llegar, pero no llega. Es entonces cuando se mezcla lo que pudo ser y lo que no fue, resultando esas visiones tan extravagantes.

Este cerro, que también podía llamarse Cabezarredonda, admite toda clase de especulaciones y de fantasías, de disparates. Magnífico en su soledad, es como un símbolo de solidez, de firmeza, atrae como un imán de miradas. Desde lo alto se ensanchan horizontes visuales y mentales. Hay que subir, siquiera sea una vez en la vida.


Fuente: Manuel Fernández Nieto
Libro de Fietas Patronales - Año 2000