La familia Fernández de Rojas cuenta con muchos años de antigüedad en nuestro pueblo, donde se cree tuvo su origen. Por ello puede admitirse que decir Fernández de Rojas es relacionar a la persona que lleve este apellido, nazca donde nazca, esté donde esté, con una condición de "villarrubierismo" fundamental.
Eso le sucedió a Juan, a quien en alguna ocasión se le ocurriría coger la barca y pasar al otro lado del Tajo, subiendo por el risco del Castellar, o por un camino más fácil, el del Pradillo, pero no tan sugestivo ni emocionante, para estrechar el pecho de sus parientes: abuelos, tíos, primos, en Villarrubia. La fantasía no choca con la realidad en este caso.
En el párrafo de la imagen siguiente, perteneciente al libro "La artesanía del hierro en la Mancha Toledana" (1996-Consolación González). En él se menciona tanto a Vicente, como a Faustino Fernández de Rojas, reflejando ganancias por los trabajos de su profesión.
Más tarde, Guillermo Fernández de Rojas fue uno más del grupo de villarrubieros que conocieron las penalidades y brutalidad de la guerra de Cuba, junto al sufrimiento de su padre Juan Fernández de Rojas Joya y su madre Florentina Felisa Granados, cuya pequeña historia se recoge en su cuaderno diario resultante de los 9 años en la isla, la cual incluiré como entrada en el próximo artículo del blog, coincidiendo con el aniversario de la pérdida de Cuba (3 de Julio de 1898).
Y en el siguiente texto, perteneciente a la hemeroteca ABC, con fecha 21/Dic/1957. En él se menciona el enlace de Varela Fernández de Rojas, siendo padrino su padre Francisco Fernández de Rojas y firmando como testigo su abuelo Mariano Fernández de Rojas y Ballesteros.
Ahora volvamos de nuevo atrás en el tiempo.
Una rama de esta familia vivió en una casa de la calle Patá de nuestra villa, calle llana y de extraño nombre, en donde quizá se produjo la dispersión de sus miembros, uno de los cuales, Francisco, se fue a vivir hace más de dos siglos, tal vez por motivos amorosos, a Colmenar de Oreja. Allí contrajo matrimonio con una mujer llamada Plácida; allí nacieron sus dos hijos: una hija y un hijo. A éste le fue dado el nombre de Juan.
Fray Juan Fernández de Rojas ingresó en el Convento de San Felipe el Real, en la Orden de San Agustín, de la que llegó a ser prior de la comunidad de Castilla, y profesó al año siguiente. En 1772 paso a Salamanca donde, con el nombre poético de Liseno, formó parte del grupo de poetas ilustrados denominado “Escuela literaria salmantina del siglo XVIII”. Profesor de filosofía y teología, también ejerció de poeta de mérito, pero fue en su calidad de autor de atrevidos trabajos de sátira y crítica social, con los que verdaderamente obtuvo reconocimiento y distinción en los cenáculos literarios de la época.
Escribió poesía anacreóntica y bucólica, y alguna composición desvergonzada como "Pájaro en la liga". Con el pseudónimo Alejandro Moya escribió "El triunfo de las castañuelas", una sátira y parodia de los enciclopedistas y los tratados científicos y filosóficos de la Ilustración, donde aparecen personajes como Locke o Voltaire y lugares como Madrid, bajo el nombre de Crotalópolis .
Tampoco le faltaron complicaciones y disgustos, de los que supo salir sin daño. Prueba de su valía como escritor es su amistad con Jovellanos, Meléndez Valdés, Forner y otras encumbradas figuras de la vida política e intelectual de aquel momento. Sobre todas ellas destacó la que le unía a Goya.
El pintor no concedía su amistad a cualquiera. La coincidencia de su ideario humanista de vanguardia explica un afecto que se plasmó -nunca mejor dicho- en el retrato que el universalmente famoso Francisco de Goya le hizo al padre Juan Fernández de Rojas.
No se conocen los detalles del encargo de este retrato, ni tampoco la cronología exacta, por eso se fecha respondiendo a la técnica pictórica. Sí se conserva, no obstante, el testimonio de la sobrina del retratado, Carmen Arteaga Fernández de Reboto, viuda del médico de Fernando VII Marcelo Reboto, recogido en la publicación de María Rosario Barabino. La sobrina hablaba sobre la estrecha relación que unía a su tío y al pintor, forjada a raíz de las numerosas consultas artísticas que Goya le planteaba, siendo éste consciente de sus grandes conocimientos sobre Arte. La buena estima en que el artista tenía a fray Juan le llevó a realizar este retrato, a pesar de las constantes negativas del religioso; un retrato donde, en palabras de Carmen Arteaga, Goya echó "el resto de sus artísticos conocimientos, particularmente en el parecido y en el colorido".
Sugiere Margarita Moreno de las Heras que la obra perteneció al retratado y pasó por herencia a su sobrina, Carmen Arteaga Fernández de Reboto, en Madrid. Después pasó, de nuevo por herencia, a la propiedad del hermano de ésta, Santiago de Arteaga. En su testamento, y por disposición del mismo fray Juan, pasó a la Real Academia de la Historia en 1857.
Juan, a su vez, haría otro retrato, éste de palabras. En el poema publicado el 29 de junio de 1795, entre ayes y exclamaciones de dolor por la muerte de su padre, intercala calificativos como «sencillo», "Cándido y virtuoso», «bondadoso», «inocente», «dulce». Tan formidable ramillete de elogios permite hoy, más doscientos años después, hacerse una idea muy exacta del carácter de Francisco, el villarrubiero ausente de su pueblo natal.