"Cuando emprendo este largo viaje de todos los veranos, cometo siempre el mismo error: no les cuento a ustedes nada de las tierras próximas a la capital, de los pueblos y los paisajes que tenemos demasiado cerca. Se imagina uno que deben ser conocidos de sobra, que las excursiones del fin de semana los han convertido en algo familiar, sin misterio, sin sorpresas. Y, sin embargo, es preciso andar estos caminos que hemos olvidado demasiadas veces.
Un poco más allá de Perales de Tajuña nos desviamos de la carretera general y nos metemos en los senderos que el mapa pinta de amarillo y por los que no circula casi nadie. Un campesino en una moto vieja. Una furgoneta cargada de comestibles que tal vez se dirige al mercado ambulante que encontraremos después en cualquier pueblo. El campo extiende las grandes manchas de los trigos que nunca tienen el mismo color.
Los pueblos se impregnan del aire campesino. Máquinas de labranza, hombres con herramientas o carretillas, tractores... Las mujeres van con sus bolsas en busca del pan de cada día. Camino de Villarrubia de Santiago nos enredamos en un puertecillo de enrevesadas curvas. Al coronarlo, el paisaje se despliega, verde y jugoso ahora por las aguas del Tajo. Desde allí arriba, la mancha de un sembrado refleja la luz de un modo que parece, por un momento, una laguna casi irreal, un espejo de agua inverosímil. Las urracas son las protagonistas del paisaje. En sus correctos trajes de etiqueta andan picoteando cualquier cosa caída en el camino y escapan, en un ágil y corto vuelo, de la proximidad del coche.
Tras el oasis creado por el río, el campo se endurece y se seca. Esta es la España árida, la España sin árboles que nos entristece el corazón. Recuerdo que en uno de los tomos de "El espectador”, de Ortega, en años juveniles -además de la revelación, del descubrimiento de aquella prosa de increíble perfección- aprendí que más de la mitad del suelo español era estéril. Y cada vez que atravieso uno de estos paisajes desolados, de tierras blanquecinas y yermas, me acuerdo del filósofo y de la impresión que me hizo su comentario sobre nuestra pobreza. ¿Fue siempre así o los casi ocho siglos de Reconquista y talas incesantes arruinaron nuestras tierras irremediablemente? En cualquier caso, cuando los árboles no acompañan mi camino, cuando el color verde se borra en mi horizonte, me siento a disgusto.
Me he desviado de la ruta para acercarme al santuario de la Virgen del Castellar. Unos pocos kilómetros de revueltas y una construcción limpia, encalada, casi andaluza.
La Virgen está primorosamente vestida y alhajada. Es menudita y morena. La cara bonita le resplandece junto a los pliegues del rastrillo. Me dice la guardiana que esa cara es lo único que queda de la imagen, quemada durante nuestra guerra. Como tantas otras vírgenes españolas, fue encontrada por un pastor en el escondrijo en que la guardaron manos piadosas para librarla de profanaciones cuando la invasión de los árabes. Pero yo no sé si la cara de esta Virgen es demasiado perfecta para ser tan antigua. Las imágenes primitivas no suelen tener este óvalo tan dulce, esta armoniosa distribución de rasgos. Salgo de la ermita con dudas históricas, pero con un piropo en el corazón para esta Virgen pequeña y bonita. Los sevillanos tenemos muy arraigada esta manera de entender la devoción.
Está oscura y solitaria cuando entramos. Nos parece que es Santiago quien alza su espada en el altar mayor.
Hacia Lillo, el campo se va alegrando con las viñas, de un verde fresco y luminoso. La carretera se estira sobre la tierra llana y los chapiteles de las torres nos anticipan el saludo de los pueblos. Herencia tiene un parque frondoso que refresca la vista. Hacia Puerto Lapice las viñas se han apoderado ya del paisaje por completo. Villarta de San Juan, Arenas, Villarrubia de los Ojos. Daimiel...
Aprieta el calor sobre el campo manchego. El Parador de Manzanares nos abre el refugio de sus árboles, de su piscina junto al césped, de su discreta refrigeración. Zumban los camiones por la carretera de Andalucía. Al escribir esta primera crónica me doy cuenta de que aún no le he tomado bien el pulso al paisaje, de que nuestra relación es todavía vacilante, tras un año entero de no vernos las caras. Somos como novios separados durante doce meses. Tendremos que ir recobrando la intimidad perdida, el tono del diálogo, la antigua naturalidad. Hoy no hemos hecho más que apretarnos las manos."
Cayetano Luca de Tena
Texto publicado en ABC del día 1-7-86 >> ver
Cayetano Luca de Tena y Lazo - (Sevilla, 1917 - Madrid, 1997) - Director teatral español.
Tras abandonar sus estudios de Medicina, decide dedicarse plenamente a la actividad teatral. Responsable, a lo largo de su carrera, de la puesta en escena de 124 montajes teatrales, estuvo muy estrechamente vinculado al Teatro Español de Madrid y que dirigió entre 1942 y 1952 (en que funda su propia compañía, La Máscara) y entre 1962 y 1964. Considerado, junto a Luis Escobar en el Teatro María Guerrero, uno de los más destacados directores teatrales de la España de postguerra. Destaca en su trayectoria el montaje de la obra Historia de una escalera, de Antonio Buero Vallejo, estrenada en 1949 y que alcanzó el Premio Lope de Vega. También hizo incursiones en la pequeña pantalla, en los años 60 y 70, época dorada del teatro en televisión, y dirigió para TVE varias obras en el espacio Estudio 1.
Música: G. Puccini. Madama Butterfly. Coro A Bocca Chiusa. Dir.: José R. Encinar
Cayetano Luca de Tena
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Cayetano Luca de Tena y Lazo - (Sevilla, 1917 - Madrid, 1997) - Director teatral español.
Tras abandonar sus estudios de Medicina, decide dedicarse plenamente a la actividad teatral. Responsable, a lo largo de su carrera, de la puesta en escena de 124 montajes teatrales, estuvo muy estrechamente vinculado al Teatro Español de Madrid y que dirigió entre 1942 y 1952 (en que funda su propia compañía, La Máscara) y entre 1962 y 1964. Considerado, junto a Luis Escobar en el Teatro María Guerrero, uno de los más destacados directores teatrales de la España de postguerra. Destaca en su trayectoria el montaje de la obra Historia de una escalera, de Antonio Buero Vallejo, estrenada en 1949 y que alcanzó el Premio Lope de Vega. También hizo incursiones en la pequeña pantalla, en los años 60 y 70, época dorada del teatro en televisión, y dirigió para TVE varias obras en el espacio Estudio 1.
Música: G. Puccini. Madama Butterfly. Coro A Bocca Chiusa. Dir.: José R. Encinar
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